Lo que pasó no era parte del plan…

Ayer decidimos hacer una excursión con la bicicleta.

Cerca de donde vivimos hay una gran laguna con un mirador de aves y teníamos ganas de conocerlo.

Yo miré la ruta y desde casa era un recorrido asequible: 13 km.

Llevaba dos años sin montar en bici y no es que haya entrenado mucho durante este tiempo.

Sí, paseo bastante, pero no es lo mismo.

Aun así, me sentía confiada porque había recorrido caminando un tramo y se veía un paseo agradable.

"Paseo agradable", eso tenía en mi mente.

Según salimos, nos cruzamos con un vecino que nos dice que para allá el camino está en muy mal estado.

“No estará tan mal”, pensé.

Y es que no me imaginaba lo mal que se podía poner un camino…

Mamma mía, me sacó los demonios.

Iba superando baches a pesar del miedo, pero como estaba tan concentrada en no estamparme, no podía centrarme en dejar ir.

Así que el miedo se iba acumulando más y más, hasta que en una cuesta abajo, entré en pánico.

Tuve que bajarme de la bicicleta a soltar.

Comencé a dejar ir capas y capas de miedo, una tras otra…

Según me quedaba tranquila, daba un paso para volver a subirme a la bicicleta.

Y el pánico volvía a apoderarse de mí.

Fui atravesando capa tras capa, hasta que pude volver a subirme a la bicicleta.

Y allí, con el freno echado, me di cuenta de que mi miedo no tenía fin.

Yo quería estar controlando absolutamente todo.

Si fuera por mí, el mundo estaría asfaltado para no sentir ese miedo.

Pero el mundo no es como yo quiero, y no puedo quedarme encerrada por miedo a vivir.

Así que hice lo único que era capaz de hacer:

soltar el control a través de una oración, mientras comenzaba a descender.

“Espíritu Santo, te entrego el control. Yo no soy capaz de avanzar por la vida sin miedo. Conduce por mí. Guíame, muéstrame el camino. Dame tu fortaleza en las subidas. Dame confianza en las bajadas.”

A pesar del miedo, fui capaz de continuar el descenso mucho más rápido de lo que era capaz antes.

Iba orando en bucle, como una loca.

Pero el miedo se fue disipando y pude continuar tranquila.

Cuando llegamos al mirador, Eduardo me dijo que estábamos al lado de la carretera y que podíamos volver por ahí.

“¡Por fin!, un paseo tranquilo y asfaltado”, pensé.

Pero no…

La orientación de Eduardo falló, y en lugar de ir hacia la carretera, tiró en sentido contrario…

Cuando ya llevábamos varios kilómetros fue cuando se dio cuenta de que algo fallaba…

Se paró y miró el mapa.

Según él, tardábamos lo mismo volviendo por donde habíamos venido que avanzando por ahí.

Le creí…

Pero cada vez estábamos más lejos de “las vegas”, que es donde vivimos.

Las veía a lo lejos y mi cuerpo no estaba entrenado.

Además, me había dado un ataque de alergia brutal que me estaba drenando la energía.

Mis piernas no podían con cada cuesta arriba.

Tenía que bajarme de la bicicleta para subirla andando.

Llegamos a un camino asfaltado que fue como un Spa para mi mente.

Pero cuando volvió la cuesta arriba, tuve que bajarme.

“¿Ya te bajas?”, me dijo Eduardo.

Y mi Hulk estalló…

“¡¿Con quién c*** te crees que vas?!”

Subí la cuesta enfurecida.

Eduardo se quedó atrás para dejar ir lo que le había removido mi respuesta.

Al llegar arriba, me encontré con un cruce de caminos.

Por primera vez, miré yo el mapa para saber por dónde debía ir.

Y vi que estábamos a tomar por saco…

Llevábamos 15 km y, al ver todo lo que nos faltaba, colapsé.

Entre la alergia y el cansancio, no podía más.

Me senté en la carretera y me puse a dejar ir todas las emociones.

Y al sentir la alergia, me vinieron muchas ganas de llorar.

No eran nuevas. Eran profundas.

Era la desesperación, desde niña, de que mi cuerpo no funcionara igual que el del resto de compañeros.

Nunca se me dieron bien los deportes.

Yo me esforzaba el triple que mis compañeras en gimnasia rítmica, y mi cuerpo no respondía como el suyo.

Comprendí que era porque no había gateado de niña y no tenía desarrolladas las habilidades psicomotrices habituales.

Me di cuenta de lo mucho que me había juzgado de niña por eso.

De lo mucho que me había castigado.

Y de lo mucho que me seguía castigando cuando me ponía en marcha.

¿Iba a seguir condicionándome toda la vida por ese suceso? NO.

Dejé ir la autocrítica y tomé la determinación de ser más compasiva conmigo.

El resto del camino iba cansada, pero con la mente en calma.

Finalmente, en lugar de 13, recorrimos 22,5 km.

Y aprendí varias cosas:

  • Las expectativas son las que nos hacen sufrir.

  • Cuando el miedo parece no tener fin, hay que soltar el control y confiar.

  • Cuando dejas que una fuerza superior te guíe, puede que el camino que elija no sea el más corto, pero sí el que necesitas para sanar.

  • Tu pareja parecerá la culpable, pero solo es la herramienta que utiliza la Conciencia Divina para que veas tu mierda.

  • Lo que realmente agota el cuerpo son los juicios que emitimos contra nosotros mismos.

  • Eres muchísimo más fuerte de lo que te imaginas, y puedes llegar mucho más lejos de lo que tu ego te hace creer.

Si no nos hubiéramos desviado tanto, no hubiera colapsado.

Y al no colapsar, no hubiera sanado ese trauma de la infancia.

No era lo que quería con la excursión,

pero definitivamente fue lo que necesitaba.

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