El fin de semana fuimos a Madrid y, como de costumbre, nos quedamos a dormir en casa de mis padres.
Y, como me ocurre habitualmente, lo primero que hago es abrir la nevera y los armarios para ver qué tienen de comida.
Aparte de tener comida en la nevera para alimentar a un regimiento de artillería durante un mes, su armario parece una pastelería.
Yo no compro absolutamente nada de bollería desde hace años.
Tengo intolerancia al gluten y a la lactosa.
Me conozco el dolor de tripa tan insoportable que me provoca comer algo de eso.
Puedo pasar por delante de una pastelería e ignorarlo.
Pero la tentación, ahí tan cerquita, de comer algo que tienes a mano, es demasiado grande.
Tenían un bizcocho enorme, palmeritas de chocolate, croissants, donuts glaseados, polvorones, bombones…
Y sentía la atracción de mi cuerpo yonqui queriendo su dosis de azúcar.
Pero recordaba la noche tan terrible que pasé la última vez que cedí ante la tentación.
Sabía que iba a doler mucho.
Y el dolor de estómago durante días no compensaba un placer tan efímero.
Aun así, me vi leyendo todas las etiquetas buscando lo menos perjudicial que saciara mi apetito.
Di con unos bombones Lindt, envueltos en papelito de caramelo.
Era un surtido variado, así que ponían todos los ingredientes que tenían en total, sin especificar individualmente.
Sabía que no todos llevarían gluten o lactosa, pero comérmelo era como jugar a la ruleta rusa introduciendo una bala en el tambor de un revólver.
Las probabilidades son pocas, pero si no aciertas, estás muerto.
Entonces, con el bombón en mano, comienza una lucha mental en toda regla:
—“Es un bombón enano, la cantidad que pueda tener será mínima.”
—“J****, el dolor de tripa puede ser infernal, no lo comas.”
—“Un Curso de Milagros dice que nada puede dañar al Hijo de Dios, así que no deberías tener miedo.”
—“No estoy iluminada, no calibro por encima de 500, que es cuando dejan de afectarte las cosas materiales.”
—“Pero si no me lo como, voy a reforzar en mi mente que soy débil y enfermiza, y no quiero eso.”
Así que, después de un rato escuchando a “Radio Quejío FM” retransmitiendo, hice lo único que podía hacer:
Dejar ir todos los miedos a que pudiera dañarme.
Y dejar ir toda la atracción y deseo de comerlo.
Una vez que dejé ir todo, comencé a quitar el papel al bombón para comérmelo.
Ya no tenía miedo, nada me impedía disfrutarlo.
Y de repente, paré y me pregunté:
“¿Pero realmente quiero comérmelo?”
Observé mi cuerpo.
Ya no estaba el yonqui azucaril reclamando su dosis.
No tenía hambre.
Miré el bombón.
Ni me apetecía.
Volví a dejarlo en el armario junto con el resto de la pastelería Mama’s & Papa’s.
Si te ves obligado a controlar lo que comes, tan solo haz lo mismo:
Deja ir el miedo a que pueda hacerte daño.
Deja ir todo el deseo y la atracción a comértelo.
Pregúntate después si realmente quieres comértelo.
Si es que sí, hazlo.
Pero si es que no, déjalo donde estaba y escucha de verdad a tu cuerpo cuando está libre de toda adicción.
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