Mi capacidad de memorización está totalmente asociada a las emociones.
Si algo conecta con alguna emoción, lo recuerdo.
Si no, se borra de mi memoria a la velocidad del rayo.
Por eso mi capacidad de retentiva en el instituto era casi nula.
Los profesores estaban muertos en vida.
El ChatGPT tiene más emoción que ellos al responderme a una pregunta.
Grandes bloques de vida han ido a mi papelera de reciclaje mental.
Pero recuerdo claramente un momento aparentemente absurdo que viví con 14 años.
Estaba en el pasillo de mi casa y, cuando iba a entrar en mi habitación, sentí algo.
Me quedé parada con la mano puesta en el marco de la puerta.
Y comencé a observar lo que estaba sintiendo.
Tuve la certeza de que todo, absolutamente todo lo que vivía, giraba en torno a mí.
Sentía que, de algún modo esquizofrénico, todo lo que hacían las personas en mi entorno era por mí.
Todos sus comentarios, todas sus acciones, todos sus movimientos estaban relacionados conmigo.
“¿Y qué hacen cuando no están delante de mí?”, llegué a preguntarme.
Después de un breve cortocircuito mental, descarté la idea como paja mental y continué con algo que he borrado de mi mente.
A los dos años salió en el cine la película El Show de Truman y me di cuenta de que yo me había sentido como él.
La diferencia es que yo no había descubierto las cámaras que me vigilaban.
Y al interesarme cada vez más por las vidas de los demás, más lejos me sentía de ser el centro del universo.
Más separada del mundo, más sola, más desconectada.
El sentimiento de soledad me acompañó desde la adolescencia hasta el colapso que sufrí con 28 años.
Era una sensación de que, por más que estuviera rodeada de gente, siempre me sentía sola.
Ahora sé que era porque estaba escondida del mundo.
Mi vergüenza reprimida me hacía aislarme tanto que no podía conectar de verdad con nadie.
Según fui sanando y dejando ir todas las barreras que había levantado para esconderme del mundo, comencé a sentir la conexión con los demás.
Cada vez me sentía más y más conectada.
Tuve breves atisbos de una unión más profunda con toda la humanidad, que se fueron al instante.
Y cuando empecé a leer Un Curso de Milagros, comprendí que esa sensación de estar conectados es porque todos somos el Hijo de Dios.
Al ser el Hijo de Dios, todo, inevitablemente, gira alrededor nuestro.
No es que seamos el centro del universo, sino que somos los creadores del universo que conocemos.
Hemos fabricado una ilusión delirante en la que estamos constantemente interactuando con nosotros mismos.
Creyéndonos separados y olvidando quiénes somos en realidad.
Un día comprendí que soy Truman y vivo en un show.
Todo ocurre de forma absolutamente sincrónica en función de lo que estoy experimentando en mi vida.
No tengo cámaras físicas, sino una mente que observa todo lo que ocurre.
Y cuando te detienes un instante, encuentras el significado de todo lo que te pasa en tu día a día.
Nada pasa por casualidad.
Si me pisa el pie un caballo, me pregunto en qué área de mi vida me estoy pisando a mí misma.
Y lo veo claro clarinete por no querer exponerme en redes.
Si adoptamos una gata, se nos escapa, se esconde y cada vez que nos ve sale huyendo, me pregunto qué está simbolizando para mí.
Y me doy cuenta de que yo estoy igual que ella.
Que no confío plenamente en la guía del Espíritu y que sigo queriendo esconderme del mundo.
Si mi pantalla del ordenador de repente parpadea y se muestra rayada, me pregunto qué está simbolizando para mí.
Y justo coincide con una época en la que me siento aferrada a la percepción de mi vida anterior y me cuesta tener la visión de futuro.
Si surge algún conflicto con Eduardo, me pregunto qué hay en mí para necesitar que él me diga esas palabras exactas.
Y siempre, siempre, siempre encuentro el motivo dentro de mí.
Tú también eres Truman.
Todos somos Truman.
Cuando empieces a verte como el proyector de tu mundo en lugar de la víctima, todo cambiará.
Podrás dejar ir lo que está provocando esa situación.
Y, de repente, todo cambiará a tu alrededor como por arte de magia.
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